lunes, 5 de julio de 2004

Historia de dos secuestros

Sonó el teléfono a las 7:00 de la noche. "¿Mami, qué hay para la cena?", me preguntó mi hija Adriana. Le dije que habían quedado lentejas del medio día y que si le apetecía se las calentaba cuando llegaba. Y enseguida agregó: "¡Espérame para cenar!", y cerró el celular. Adriana, como muchas jóvenes de su edad, 19 años, vivía despreocupada y feliz. Estaba con un amigo comiéndose un helado en el área de Marbella ignorando que varios hombres los acechaban. En dirección a la casa, y mientras hacían el alto reglamentario en la esquina de la Calle 50 y la Cincuentenario, de un taxi que les seguía de cerca bajaron dos hombres bien armados en medio del tráfico, era cerca de las 8 de la noche, y con sincronizados movimientos les apuntaron a la cabeza bajo la amenaza de que dispararían si no los obedecían.
Mi hija Adriana pertenece a una familia de periodistas, inteligente y observadora, estaba pues familiarizada con historias que me ha visto cubrir, por lo que el tema de la violencia callejera le ha rozado de cerca por mi trabajo. Pero nunca la preparé para enfrentar un secuestro.
Mientras tanto, el corazón se le agitaba a ritmos cardíacos cuando la forzaron a cambiarse hacia la parte de atrás del conductor con uno de los maleantes. El otro, con la misma violencia y aún peor, se apoderó del auto de su amigo y se pusieron en marcha.
Le llaman "secuestro express". Pero duró tres largas y angustiosas horas donde el menor movimiento en falso les costaría la vida o por lo menos los podría dejar, sino a ambos, a alguno de los dos, lisiados o heridos. Durante el posterior relato de mi hija a la policía descubrí que habían sido escogidos al azar. Es más, se trató de delincuentes panameños (es decir, no eran colombianos, que fue la aclaración que tuve que repetir cada vez que explicaba lo ocurrido), jóvenes de otros barrios y otras familias, nunca lo sabremos, y que actuaron con poca organización.
Tras quitarles lo que traían en dinero y joyas, les pidieron sus celulares y documentos. Les dijeron que era poco y que iban a retirar efectivo de los cajeros automáticos. Para evadir las cámaras ocultas, obligaron a mi hija a bajarse en los bancos. Ignoro por qué no pudo hacer los retiros de las tarjetas de crédito. Los maleantes la vigilaban de cerca apuntando con sus armas a su amigo. Pero se crispaban cada vez que regresaba al auto diciendo que no había podido sacar dinero.
A medida que pasaba el tiempo estaban más cansados y nerviosos. Les gritaron: "Se están burlando de nosotros". Las cosas no estaban saliendo como esperaban. Pero la astucia de su amigo alivió la tensión cuando les pidió a los secuestradores que le dejaran hacer una llamada, que su padre arreglaría un pago en efectivo siempre y cuando los soltaran y nada les pasara. Se pagó un rescate por ellos y tras mil maniobras quedaron libres e ilesos.
No fue fácil para mí enfrentar la experiencia de mi hija, ya que tan solo unos años antes yo misma había sido víctima de un "secuestro express". Pero esa vez todo ocurrió en la peligrosa y populosa capital mexicana de 20 millones de personas. A mí me secuestraron en horas de la tarde, iba con mi ex marido, salía del hotel en dirección a las oficinas de la Editorial Diana que había publicado mi libro El fin de la tregua.
Nos montamos en un taxi tipo "escarabajo" y de cuyo espejo retrovisor colgaba un rosario. Nunca lo olvidaré. De pronto el taxista se detuvo, dejó subir a dos hombres armados y gritando como locos, nos forzaron a agacharnos, y en aquella incómoda posición se sentaron encima nuestro. Nos mantuvimos en silencio hasta que nos iban quitando lo que les dio la gana. A diferencia del caso de mi hija, los cajeros automáticos funcionaron y finalmente, luego de pasearnos a pie por calles remotas y desconocidas, siempre con los ojos cerrados, nos soltaron.
Aparte de la secuela de miedos y traumas que deja una experiencia así, me he preguntado qué tenían en común ambos secuestros.
En primer lugar, son historias de violencia social donde los delincuentes no son atrapados y la impunidad se cierne sobre la sociedad. Por otro lado, el que sufrió mi hija ocurrió en Panamá y fueron delincuentes juveniles. En cambio en México, se trató de criminales organizados, adultos y, quizás eran policías. Pero ambos secuestros tenían una cosa en común: la pobreza cruda y ruda de la que provienen los delincuentes.
Una violencia que ocurre todos los días en las calles de Latinoamérica originadas por la indiferencia, la injusticia social y el abandono de los gobiernos.