sábado, 24 de diciembre de 2005

Crimen navideño

CUANDO -SEGUN las escrituras- Cristo echó a patadas a los mercaderes del templo, supongo que alguna buena razón habría tenido para actuar así. Sin embargo, y a pesar de los siglos que han transcurrido, el ejemplo no ha servido para nada. !Ay!, a esta cristiana civilización occidental no sé por dónde agarrarla o repensarla. Y después tantos se preguntan cómo se pierden los rébaños de la Iglesia católica ante el exceso de materialismo que nos comprime el alma y el presupuesto. Particularmente, cuando la televisión nos come el "coco" para comprar y mostrar nuestro amor con un regalo navideño.
Pero como la cosa no es tan racional, lo peor es que el pasado 8 de diciembre, llegué incluso a pensar que amé menos a mi madre, pues nada le regalé. Aunque debo admitir que, por momentos, me acerqué a los camisones, las sandalias de casa e incluso, a los trastos de cocina y que ella literalmente odia, pues no cocina. El que lo hace es mi viejo. Y nos alegramos todos sus hijos, pues es un gran cocinero. La que más se alegra es mi madre. Aunque espero que no sea un ardid doméstico para salirse con la suya y dejarle a él esa parte del trabajo casero. También espero que comprenda que la sigo amando, a pesar del regalo que no le di. Pero lo grave es que no dejé de sentir un leve remordimiento al no comprarle nada.
Ahora, en la Navidad, me ataca la misma sensación. Es más, parece que la vorágine de las compras, los regalos y los adornos es cada vez mayor: Compro y amo. Amo y no compro. ¿Qué hacer? Y si al final no compro nada, ¿acaso no amo nada?
Ya hace tiempo que no leo aquellos aburridos libros con que nos enseñaban a leer en primer grado, y donde nos obligaban aprendernos de memoria las primeras oraciones (las gramaticales, que de las otras ni hablar) y que nos decían: Amo a mi papá... Mi mamá me ama... Amo a mi mama. Me pregunto si ahora dirán: Amo a mi mamá... le compro a mi mamá; amo a mi papa, compro a mi papá. Deben haber algunas líneas subliminales en estos libros, si es que aún existen, y que se nos han colado por allí, pues de otra manera no entiendo ni jota del problema que nos aqueja. Pero los que no se quejan son los nuevos mercaderes navideños que por estas fechas, hacen ríos de dinero. Y a pesar de que es tan barato el amor, la comezón que me ataca es que la plata no me alcanza para "$amar$" a mis hijos, nietos, padres, hermanos, sobrinos y amigos con sendos regalos. Además, tengo una numerosa familia, y un enorme enredo existencial que me ataca con fuerza en Navidad.
Para colmo de males, estoy pasando las fechas navideñas en la mismísima ciudad de Miami. ¡La meca del consumidor habitual! Y para aislarme de tanto consumismo, decidí con mi hijo ver una película árabe, de esas que nunca vemos ni veremos en Panamá, y no dejamos de estremecernos al ver los juguetes con que se entretienen los niños iraquíes en la frontera Paquistaní: Chatarra militar y minas sin explotar. La estupenda película "Las tortugas pueden volar", es del director Bahman Ghobadi, y no dudo en recomendar, especialmente para los duros de corazón. Aunque está sólo en árabe con subtítulos en inglés, es absolutamente comprensible, pues el sufrimiento de los niños de esta parte del mundo está en sus rostros y se lee bien en todos los idiomas. Estos niños iraquíes, entre juego y juego, trabajan a diario quitando los dispositivos explosivos de las minas sembradas por Sadam Hussein durante su estúpida guerra de exterminio contra los kurdos. Y mientras trabajan en los campos minados, estos niños van perdiendo sus manos, piernas y su vida intentando ganarse unos pocos dinares con qué ir tirando de la olvidada vida que les ha tocado como destino.
Después de ver la película pensé que allí no hay Dios, ni Cristo, ni Alá, ni Mahomma. Suena a blasfemia, pero tampoco hay Navidad, pues no vi pesebres, ni amorosos padres cuidando a sus bebés. Todos ellos -cientos de miles- son huérfanos de guerra. Es decir, niños mutilados, empobrecidos y olvidados en carpas blancas donadas por la ONU esperando no sé qué de la vida. El final de la película de Ghobadi es aún más dramático, pues al protagonista, un entusiasta niño de unos 12 ó 14 años, tras sufrir el rigor de la mutilación intentando salvar a un bebé, y tras perder su pierna y recibir de sus amigos dos muletas como regalo, le mutilaron el rostro; es decir, le quitaron la sonrisa para siempre. A pesar de que él había deseado tanto, como ocurre durante toda la película, ver llegar al victorioso ejército norteamericano para derrotar al enemigo común. Pero llegaron tan tarde y con más soldados y más chatarra militar.
No es ficción lo que allí está pasando. Es historia documental y verídica, y está ocurriendo en nuestras narices. Por eso no entiendo a los padres de familia que sucumben a las tentaciones de una bella vitrina, artificiosamente decorada con los colores de la Navidad -dicen que son el rojo, verde y dorado- y compran el juguete Cabeza de Papa. Este bobo juguete posee una deforme cara de papa, unos desorbitados ojos, aunque no de hambre como el de tantos niños del mundo, sino como resultado de las fingidas y ridículas intenciones de entretenimiento, supongo yo que de algún extraterrestre que odia este americano tubérculo, que además debe ser carnívoro, pues le gusta la sangre fresca ya que se empeñó en colocarle al Cabeza de Papa una boca y unos labios tan grandes como la de Angelina Jolie o la de la mujer de Antonio Banderas, y que tantas en nuestro país desean imitar. !Por Dios¡, no regalen este juguete. Así los niños nunca van a comprender que alguien está jugando a la guerra de verdad en plena Navidad.