miércoles, 30 de mayo de 2007

La soledad de la lectura

La lectura es un mundo inmóvil y solitario.  Sólo se comparte cuando ha concluido.  Sucede entre el ayer y el mañana, con personajes reales o ficticios que viven en territorios literarios que producen profundas sensaciones en el infinito tiempo y el imaginario espacio.  Se practica con la mente y se guarda en el alma.  “¡Pero es tanta la información no leída que todo lo que hemos hecho [leído] hasta ahora es:  Nada!”, me dijo un incansable lector con gran acierto.  

 

Por eso se sigue insistiendo que leer es lo más importante para la formación cultural de las personas. En ello hay acuerdo y no hay novedad.  Donde persisten las discrepancias es sobre lo que habría que leer y la oferta que nos hacen. En la actualidad el fenómeno presupone una falsa dicotomía entre las  formas de leer y el contenido de la misma, debido a que el tema adquiere dimensiones  gigantescas en la era del ciberespacio.

 

¿Están las personas leyendo mucho menos que antes?  Según datos ofrecidos por Joe Tucci, presidente de la EMC (digitalización a gran escala), la conclusión sería que no. Según Tucci el promedio de tiempo que gasta una persona en su trabajo respondiendo correos electrónicos es de 15 horas semanales (hay mil seiscientos millones de correos electrónicos en el mundo), invierte a su vez 14 horas más creando documentos, unas 10 horas buscando en la red y 10 horas leyendo esa información.  La capacidad de almacenamiento de la información a escala produce vértigo. 

 

¿Es difícil? Si, y requiere atención. Antes, los periodistas, solíamos leer dos o tres periódicos al día, veíamos algunos noticieros locales de televisión y  con eso bastaba. En cambio, hoy tengo entre mis “favoritos” nada menos que 14 periódicos que “visitar” al día, casi todos extranjeros. Entre una y otra cosa, la rutina diaria incluye además las noticias de las agencias (Reuters y BBC que no pueden faltar), los buscadores y, aún así, me siento desinformada. Al final, los textos que escribo compiten irracionalmente con los titulares pues “nadie lee” artículos largos. 

 

En la literatura ocurre otro tanto. La oferta es inmensa y hay mucho para escoger, pero no en esta tierra de marinos y comerciantes. En la actualidad, tanto los escritores y lectores panameños necesitan la alianza con los “intermediarios” para que los orienten. Los primeros no pueden surgir sin la “pretoriana guardia editorial” que afirman que saben que lo que el público quiere.  La fórmula que proponen es corto, ligero y entretenido. Los lectores le dan la razón.

 

Es el estandarte de los nuevos tiempos en el mercado editorial. Atrás quedó el debate entre   promover la lectura “pesada” o “ligera”.  Observen que no digo entre buena o mala literatura (esas son aguas profundas), lo que planteo es que estamos claramente ante un mundo que  sistemáticamente consume lo corto, rápido y útil, inclusive en los sagrados templos de la literatura. Pero como pocos poseen el virtuosísimo de la brevedad (que no corto) de  Monterroso, el tema es de gran actualidad.

 

Se hizo patente hace unos días al  terminar de leer La vida instrucciones de uso (Editorial Anagrama, 1988), la grandiosa novela de Georges Perec, considerada en el momento de su aparición una obra maestra.  Pese al tiempo consumido me encuentro fascinada por la manera en que el lenguaje de este escritor va describiendo los planos superpuestos de la vida de los inquilinos decadentes de un viejo edificio parisino que le permite al lector observarlos como si le hubiesen quitado la fachada, lo cual nos permite detenernos en los diversos aspectos paralelos de cada situación. Es una obra monumental y extravagante, que habla de la “comedia humana” como la definió Italo Calvino.   Pero se trata de una novela imposible de leer en un avión, mucho menos de un tirón.  Ahora, ¿cuántos hay dispuestos a meterse en semejante aventura literaria?  Algunos tendrán el tiempo, pero la gran mayoría prefiere invertirlo de otra forma.  No los culpo.

 

En los últimos años, donde más visible se hizo el fenómeno es en la televisión.  Algunos de sus iniciadores son actualmente grandes magnates del sector entretenimiento, el mundo editorial y de la política, Gustavo Cisneros, los Azcárraga y Silvio Berlusconi, por ejemplo. Descubrieron temprano el interés de las mayorías por los programas ligeros. Poco a poco fueron suprimiendo la “comunicación pesada” (ciencia, cultura, historia, documentales) por otros más “ligeros”.  Los parámetros de la televisión panameña han estado recorriendo el mismo camino, aunque con menos velocidad.

 

Lo importante es destacar que las escasísimas librerías que Panamá posee, sin haber pasado antes por la oferta tradicional, van en esta misma dirección ofreciendo esencialmente libros de auto ayuda, recetas y textos escolares. Quieren esquivar un descenso en las ventas de un pobre negocio.  Y actúan como “compuertas” para contener las preferencias de un público (que existe) menos numeroso pero más exigente, que sabe que para acercarse a un libro se requiere de poderosas razones individuales, entre ellas, interés,  persistencia y renuncia.  Esto es así, pues la lectura produce reflexiones, incrementa la crítica e invita a pensar. 

 

Los que aseguran que es sólo una actividad ferial están confundiendo perversamente las cosas. Les faltó únicamente argumentar: “¡No ven acaso que si compran un libro lo leerán!”.  Pero la lectura  es lo más alejado a una operación mercantil, es justamente todo lo opuesto al enfoque carnavalizado  que animó este año la Feria del Libro. 

domingo, 6 de mayo de 2007

La publicidad que nos siembran

Será cosa de los años, pero antes me gustaba mucho manejar en la carretera.  Ahora ya no tanto.  Quizá me traiciona el metabolismo.  El asunto es que he dejado de disfrutar los peligros de la Panamericana desde que la ensancharon y la hicieron de cuatro carriles pues, hay que admitirlo, cuando se alcanza cierto confort y seguridad también se gana aburrimiento.

 

Ante la poca necesidad hoy de grandes pericias y maniobras para eludir los precipicios, esquivar los hoyos y huir de los intrépidos camiones y buses, bueno eso sólo si no viajamos en dirección hacia Colón que por allí las costumbres son mucho más persistentes, se podría decir que realmente no estamos tan mal. Lo cierto que casi el único entretenimiento que podemos darnos  mientras viajamos por la Panamericana es insultar ocasionalmente a los conductores que insisten en “pasearse” en la carretera por el carril izquierdo. Supongo que es una señal divina de Dios para que tengamos presente en que país andamos. O para que no olvidemos que se trata de una autopista, o más bien su equivalente tercermundista de un país fértil en imágenes ilustrativas del imaginario sudamericano y sus variantes nacionales.

 

Déjeme decirles que viajar al interior de Panamá es hoy mucho menos demencial que antaño pero, en consecuencia, menos excitante. Recuerdo con morbosa añoranza la tensión que nos producía pasar un camión en la Panamericana. En el preciso momento que pisabas el acelerador e intentabas rebasarlo empezaba la esquizofrénica carrera para ver quién lograba sobrevivir, si el dinosáurico camionero o los infelices que osábamos retarlo al volante de un pequeño sedán rifándonos la vida.

 

Hoy viajar al interior es más placentero, seguro y calmo.  Por eso que he optado por dos tácticas de supervivencia para no aburrirme mientras viajo  por la Panamericana,  dormirme o contentarme con ser una simple pasajera y  apreciar “la vista”, un bien patrimonial tan disputado en la actualidad gracias al negocio inmobiliario y que inclusive ha llegado al campo amenazándolo con sepultarlo entre anuncios, cadenas de supermercados y cemento. 

 

Por eso, cuando hace unos días una amiga me invitó a El Valle, me dispuse a disfrutar el paseo escudriñando el paisaje para que no me picara el sueño. Traté inútilmente de relajarme mientras bordeábamos los pueblos, los árboles que nos quedan y la publicidad que nos siembran pegada a la carretera.  No sé si ustedes lo han notado, pero las vallas publicitarias cada vez son mas grandes, robustas y altas.  Mientras los árboles languidecen lentamente, ellas han echado raíces y crecen.  Han sido “sembradas” a cada lado de la Panamericana que, en contraste con el habitual paisaje interiorano donde la vegetación se muestra altiva, salvaje y desordenada, y donde el tiempo solía estacionarse o simplemente daba la vuelta.  Hoy la loca publicidad te promueve (en clave Internet, páginas web, celulares y toda la parafernalia virtual) la entrada a un museo de la estupidez humana.  En cambio  la imagen de los ancianos recogiendo latas a la orilla de la carretera tiene un discurso mucho menos alegre y más violento.   

 

Aclaro. No estoy en contra que nos anuncien que el último modelo de la Ford es el preferido de una estupenda rubia, o que la casa para los jubilados estadounidenses se construirá en Boquete  o Churuquita Arriba.  Tampoco me perturba enterarme que para ser feliz hay que beberse una Atlas bien fría. Incluso agradezco que me informen que faltan 150 kilómetros para llegar a El Valle, donde nos esperan amigos, la lluvia y el universal ceviche.  De eso no se trata.  Hasta allí, cada cual con su cuento.  Pero hay asuntos que no cuadran con tanta felicidad anunciada en las vallas publicitaria.  Echen un vistazo, si no.    

 

Sin embargo, pese a que la publicidad intenta ocultar la realidad, mirando detenidamente a través de ella te enteras que el paisaje sigue allí y que algunas cosas no han cambiado.  Como cuando tienes muchos kilómetros recorridos y tratas de averiguar cuánto queda para llegar.  Lo cual no es un problema para  los panameños ya que, después de todo, quién en Panamá no  sabe que una vez pases “queso Chela”, falta poco para “las curvas de Campana” y que a partir de allí se nos pintará la cosa negra justo cuando aparece un diminuto rótulo que nos anuncia una serpenteante bajada. Lo malo es que la bendita señal sólo la verás cuando ya tienes acalambrado el pie sobre el freno.   Algunas cosas nunca cambian.