domingo, 23 de diciembre de 2007

Educación pública: silencio mortuorio

Ya no puedo decir que el panorama se pinta negro.  Es evidente, en las circunstancias actuales, que el asunto es ya un problema crónico.  Los expertos en la materia apuntan a lo mismo:  la situación catastrófica de la educación pública en el país requiere un tratamiento “urgente”.  Sin embargo, han sacado al paciente del cuarto de urgencia y lo han enviado a la morgue.  Es más, estamos matando literalmente lo poco de bueno que queda en la enseñanza pública, al eliminar el Ministerio de Educación materias de orden humanista, bajo el pretexto que si aprendemos algo de música, filosofía, historia o arte, el mercado no lo necesita.  Señalamientos sujetos a los fanatismos neoliberales que imperan.  

 

El atinado ensayo de Carlos Fong, publicado en la revista Día D, es un análisis completo sobre esta realidad del país y las consecuencias nefastas que estas medidas están teniendo en el entorno educativo al pretender, desde los centros de poder (donde habría que realizar una investigación más rigurosa para averiguar si no se trata de simples coincidencias), si lo que realmente busca el Ejecutivo es que estas materias queden “opcionalmente” sumergidas en el materialismo que nos quieren imponer.

 

Es curioso que esto ocurra, justo cuando queda en evidencia lo que reporta en pérdida esta situación.  Lo demuestran los robos denunciados del Fondo de Equidad y Calidad de Educación (FECE), y se descubre la cadena de implicados alrededor de la “pandilla Gallardo”.  Pero el problema no es la dirigencia mafiosa que asaltó el FECE, sino los retos a los que nos estamos enfrentando mucho menos visibles.  Estamos entrando al final de la primera década del presente siglo con la misma preocupación con la que terminamos el siglo XX:  la desigualdad en la enseñanza es peor hoy que hace 7 años.  

 

Más aún, la “dirigencia vitalicia” del gremio docente sólo hace alardes de alguna preocupación ante las autoridades cuando se trata de exigir aumentos.  Lo demás (calidad educativa, competencia y equidad social) son asuntos que, suponen ellos,  pueden seguir esperando en las mesas de diálogo, que nunca faltan.  Así andamos.

 

Aunque es cierto lo que muchos aducen:  es el ciclo de la pobreza intelectual de muchas décadas de abandono e ineficiencia gubernamental.   Pero, por eso estamos mucho más hartos hoy que ayer ante la falta de voluntad política para superar la conjunción de los males del sistema. 

 

La Universidad de Panamá trata de hacer lo suyo cada cierto período de matrícula.  Pero no puede ocultar la cara de espanto al enfrentarse a las pruebas de ingreso de los miles que se gradúan de secundaria al finalizar el año en el país.  Luego vendrán las típicas respuestas:  recurrir a la necesidad de nuevas pruebas, pues las fallas estructurales de la educación media en Panamá son enormes.  Así las cosas, lo que haga la Universidad son sólo complementarias y paliativas. Ahí no está el mal.  Pero la estrecha relación entre los docentes que allí se gradúan y que luego se insertan al “gremio” sí son de su exclusiva incumbencia.  El desdén por las fallas es generalizado.  Todos aparentan preocupación, pero están dispuesto también a no hacer nada para dejar morir a la educación pública.  Además ¿quién quiere arriesgarse para deslindarse de las alianzas electorales y arriesgar el puesto?  El silencio mortuorio que se respira en la enseñanza pública es lo que choca al final de cada año escolar.