domingo, 6 de mayo de 2007

La publicidad que nos siembran

Será cosa de los años, pero antes me gustaba mucho manejar en la carretera.  Ahora ya no tanto.  Quizá me traiciona el metabolismo.  El asunto es que he dejado de disfrutar los peligros de la Panamericana desde que la ensancharon y la hicieron de cuatro carriles pues, hay que admitirlo, cuando se alcanza cierto confort y seguridad también se gana aburrimiento.

 

Ante la poca necesidad hoy de grandes pericias y maniobras para eludir los precipicios, esquivar los hoyos y huir de los intrépidos camiones y buses, bueno eso sólo si no viajamos en dirección hacia Colón que por allí las costumbres son mucho más persistentes, se podría decir que realmente no estamos tan mal. Lo cierto que casi el único entretenimiento que podemos darnos  mientras viajamos por la Panamericana es insultar ocasionalmente a los conductores que insisten en “pasearse” en la carretera por el carril izquierdo. Supongo que es una señal divina de Dios para que tengamos presente en que país andamos. O para que no olvidemos que se trata de una autopista, o más bien su equivalente tercermundista de un país fértil en imágenes ilustrativas del imaginario sudamericano y sus variantes nacionales.

 

Déjeme decirles que viajar al interior de Panamá es hoy mucho menos demencial que antaño pero, en consecuencia, menos excitante. Recuerdo con morbosa añoranza la tensión que nos producía pasar un camión en la Panamericana. En el preciso momento que pisabas el acelerador e intentabas rebasarlo empezaba la esquizofrénica carrera para ver quién lograba sobrevivir, si el dinosáurico camionero o los infelices que osábamos retarlo al volante de un pequeño sedán rifándonos la vida.

 

Hoy viajar al interior es más placentero, seguro y calmo.  Por eso que he optado por dos tácticas de supervivencia para no aburrirme mientras viajo  por la Panamericana,  dormirme o contentarme con ser una simple pasajera y  apreciar “la vista”, un bien patrimonial tan disputado en la actualidad gracias al negocio inmobiliario y que inclusive ha llegado al campo amenazándolo con sepultarlo entre anuncios, cadenas de supermercados y cemento. 

 

Por eso, cuando hace unos días una amiga me invitó a El Valle, me dispuse a disfrutar el paseo escudriñando el paisaje para que no me picara el sueño. Traté inútilmente de relajarme mientras bordeábamos los pueblos, los árboles que nos quedan y la publicidad que nos siembran pegada a la carretera.  No sé si ustedes lo han notado, pero las vallas publicitarias cada vez son mas grandes, robustas y altas.  Mientras los árboles languidecen lentamente, ellas han echado raíces y crecen.  Han sido “sembradas” a cada lado de la Panamericana que, en contraste con el habitual paisaje interiorano donde la vegetación se muestra altiva, salvaje y desordenada, y donde el tiempo solía estacionarse o simplemente daba la vuelta.  Hoy la loca publicidad te promueve (en clave Internet, páginas web, celulares y toda la parafernalia virtual) la entrada a un museo de la estupidez humana.  En cambio  la imagen de los ancianos recogiendo latas a la orilla de la carretera tiene un discurso mucho menos alegre y más violento.   

 

Aclaro. No estoy en contra que nos anuncien que el último modelo de la Ford es el preferido de una estupenda rubia, o que la casa para los jubilados estadounidenses se construirá en Boquete  o Churuquita Arriba.  Tampoco me perturba enterarme que para ser feliz hay que beberse una Atlas bien fría. Incluso agradezco que me informen que faltan 150 kilómetros para llegar a El Valle, donde nos esperan amigos, la lluvia y el universal ceviche.  De eso no se trata.  Hasta allí, cada cual con su cuento.  Pero hay asuntos que no cuadran con tanta felicidad anunciada en las vallas publicitaria.  Echen un vistazo, si no.    

 

Sin embargo, pese a que la publicidad intenta ocultar la realidad, mirando detenidamente a través de ella te enteras que el paisaje sigue allí y que algunas cosas no han cambiado.  Como cuando tienes muchos kilómetros recorridos y tratas de averiguar cuánto queda para llegar.  Lo cual no es un problema para  los panameños ya que, después de todo, quién en Panamá no  sabe que una vez pases “queso Chela”, falta poco para “las curvas de Campana” y que a partir de allí se nos pintará la cosa negra justo cuando aparece un diminuto rótulo que nos anuncia una serpenteante bajada. Lo malo es que la bendita señal sólo la verás cuando ya tienes acalambrado el pie sobre el freno.   Algunas cosas nunca cambian. 

 

 

 

 

 

 

 

 

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